El vestido negro se deslizaba sobre mi piel como agua de medianoche. Frente al espejo, apenas reconocía a la mujer que me devolvía la mirada: cabello recogido en un moño bajo con mechones estratégicamente sueltos, labios pintados de un rojo sangre que parecía burlarse de mi condición híbrida, y aquel vestido que Lucien había elegido personalmente.
—Es perfecto —había dicho él al entregármelo, sus ojos recorriéndome como si ya pudiera verme dentro de la prenda—. Quiero que todos vean lo que es mío.
El vestido era una obra maestra de provocación elegante: seda negra que se ajustaba a mi torso como una segunda piel, con un escote que descendía peligrosamente entre mis pechos, sostenido por finos tirantes que parecían a punto de ceder ante cualquier movimiento brusco. La espalda quedaba completamente descubierta hasta la base de mi