El rugido del Caído llenó la antigua sala de observación como un viento encendido. No fue un sonido, sino una presión que golpeó a Rhea en el pecho y la obligó a dar un paso atrás. Pero no cayó. Esta vez, no.
Kael se movió frente a ella como un muro vivo, su espada desenvainada brillando con un resplandor rojizo que no era de este mundo. El grillete en la muñeca de Rhea latía con urgencia, como si algo en su interior reconociera la amenaza, pero también... el eco de un origen.
—No es solo un Caído cualquiera —gruñó Kael, sin apartar la mirada de la figura humeante— Es uno de los Primeros.
La criatura no caminaba. Flotaba, extendiéndose como una mancha ardiente en el aire. Su voz era fragmento, quebranto, una colección de nombres olvidados:
—Veyrion... Veyrion... Veyrion...
Rhea parpadeó.
—¡Ese nombre!
Kael apretó la mandíbula.
—El primer dragón del pacto.