El despacho estaba sumido en una penumbra densa, casi viscosa.
Alejandro llevaba horas allí.
La corbata había terminado abandonada sobre un sillón, el primer botón de la camisa estaba desabrochado y las mangas arremangadas de forma descuidada, algo poco habitual en él. Tenía el teléfono en la mano desde hacía tanto tiempo que ya no sentía los dedos con claridad. Mensajes enviados, llamadas realizadas, contactos que no hablaba desde hacía años y a los que ahora recurría con una urgencia casi desesperada.
Había hecho lo impensable: no delegarlo todo en Sergio.
Necesitaba comprobarlo por sí mismo. Escuchar, con sus propios oídos, que aquello no estaba ocurriendo. Que no había titulares, ni rumores, ni periodistas husmeando en su vida privada. Y una y otra vez, la respuesta había sido la misma.
Nada.
Absolutamente nada.
—¿Alejandro Castillo? No, no tenemos ninguna noticia pendiente por publicar, al respecto..
—No ha llegado nada a redacción.
—Si hubiera algo así, créame, ya lo sabríamos.