꧁ ISABEL ꧂
Cuando la llamada terminó, no logré pensar en otra cosa. El silencio que quedó después fue peor que cualquier grito. Hugo dejó el teléfono sobre la mesa, pero yo ya no lo miraba a él. Mi mente se llenó de una sola imagen, repetida hasta el cansancio: Alejandro tocando la puerta. Alejandro entrando. Alejandro llevándose a mi hija.
Sentí un frío espeso instalarse en el pecho.
No pude relajarme.
Ni siquiera con Luna dormida contra mí, tibia, confiada, aferrada a mi pecho como si el mundo fuera todavía un lugar seguro. Ni siquiera con el murmullo distante de la ciudad filtrándose por la ventana del apartamento. Cada sonido —el ascensor deteniéndose en algún piso, una sirena lejana, unos pasos en el pasillo— me tensó los músculos como si alguien estuviera a punto de derribar la puerta.
Me limité a mecer a mi hija con suavidad, a observar cómo su respiración subía y bajaba, ajena al pánico que me atravesaba. Pensé, con una punzada de terror, que ella no tenía idea de lo frágil qu