El lugar olía a leche y a talco. El reloj de pared marcaba las once y cuarto de la mañana, pero la casa vivía en un tiempo propio desde que Luna había nacido. Los rayos del sol hacían brillar las hebras doradas del cabello de la bebé cuando Isabel la acunaba en el regazo. Luna dormía, pequeñísima, con la boquita entreabierta; su respiración era un compás diminuto que parecía ordenar el mundo por unos segundos a la vez.
Hugo había insistido en reunirse con ella. Había invitado a un abogado. Le dijo a Isabel que él mismo lo había buscado, que necesitaban a un profesional que no opinara desde la casa, desde la ternura o desde el miedo, sino desde las leyes.
Isabel había cedido con un nudo en la garganta, pensando en el formulario del registro civil y en la frase que Hugo había repetido tantas veces:
—Tenemos solo veintitrés días para decidir qué vamos a hacer. El tiempo está pasando muy rápido.
Sin embargo, la verdad era otra.
Ese abogado no lo había encontrado Hugo… lo había enviado Sco