ALEJANDRO
El comedor parecía un quirófano: limpio, frío, exacto. Las lámparas colgantes derramaban una luz blanca sobre la mesa de mármol negro, y el reloj antiguo de pared marcaba los segundos como un juez impaciente. Coloqué la servilleta sobre mis rodillas y esperé. El filete soltaba hebras de vapor perfectamente inútiles. El vino, decantado hace veinticinco minutos, ya había alcanzado la temperatura ideal. Isabel, en cambio, no había alcanzado nada: ni la escalera, ni mi paciencia.
Apreté la mandíbula. El silencio vibró con el zumbido eléctrico de la casa, los ascensores, la ciudad más allá de los ventanales. La quería aquí, ahora. No por necesidad, sino por orden. Porque mi voz, en mi casa, se había obedecido siempre. Hasta ella.
La silla crujió cuando me recosté. En el reflejo del cristal vi mis manos: firmes, impecables. El tipo de manos que resolvieron los problemas de medio mundo con un par de llamadas, una transferencia, una amenaza bien calibrada. Y, sin embargo, ahí estaba