El auto se detuvo frente a la entrada principal con un frenazo suave, casi elegante. El motor se apagó y el silencio cayó sobre mí como una losa. Alejandro abrió la puerta de su lado y descendió sin decir palabra, sin una sola mirada hacia mí. El golpe de aire fresco de la tarde se coló por la rendija y, con él, la certeza de que yo no existía en su mundo más allá de lo estrictamente necesario.
Durante todo el trayecto había permanecido en absoluto silencio. Sus manos, firmes sobre el volante, no se habían movido más de lo justo. Ni una sola vez buscó mis ojos, ni siquiera un gesto que me recordara que estaba allí. ¿Cómo podía ser tan frío? ¿Cómo podía tratarme con ese nivel de indiferencia, como si yo fuese una sombra más del paisaje?
Me mordí el labio para no soltar el sollozo que quemaba en mi garganta. Una parte de mí se negaba a aceptarlo, pero la verdad era tan cruel como evidente: para él yo no era nadie. Solo era el vientre que llevaba al hijo que tanto ansiaba. Nada más.
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