La noche se había vuelto una sábana pesada que no me dejaba respirar. Me quedé mirando el techo hasta que las molduras blancas se desdibujaron en la penumbra. El aire acondicionado zumbaba con esa constancia pulcra de las casas caras; en la mesita, una vela de bergamota y té blanco apagada todavía perfumaba el cuarto con un aroma discreto, carísimo, que se pegaba a la piel. Cambié de postura por quinta, sexta, décima vez. La sábana de algodón egipcio crujió bajo mis muslos; el camisón me quedó grande en el pecho, apretado en el miedo.
Volví a verlo en mi mente, una y otra vez, como una escena repetida: Alejandro plantado frente Valentina, esa voz baja que no necesitó elevarse para cortarla en seco.
—No la provoques. La quiero tranquila.
El eco se quedó rondando en mi esternón. No supe por qué, pero algo dentro de mí se removió. Se sintió lindo, traicioneramente lindo, escucharlo decirlo. Me odié por eso. Me odié por permitir que una sola frase, un gesto mínimo, pudiera tocar una fibra