Capítulo 3

Leonard 

Observo cada uno de los documentos frente a mí mientras firmo la entrega de varias cajas de perfume de la marca Paco Rabanne, junto con algunos frascos pequeños para pruebas. Lee todo lo escrito y firmo, una vez termino, recuesto la cabeza en el respaldo de mi silla giratoria, cerrando brevemente los ojos. 

Sigo dándole vueltas al mismo maldito asunto. ¿Cómo demonios voy a conseguir un hijo, un heredero digno de mi apellido? Casarme no es opción. Ya lo hice una vez, y juro por todo lo que poseo que jamás volverá a suceder. El matrimonio es una cadena... y yo nací para mandar, no para encadenarme a nadie.

Me incorporo lentamente y camino hasta el gran ventanal de mi oficina. Desde aquí, tengo una vista privilegiada de la ciudad, esa jungla de concreto que se rinde a mis pies. Miro la hora: las 3:07 de la tarde. Pronto saldré. Pero, aún ahora, no puedo dejar de pensar en esa mujercita que provocó el caos de esta mañana. 

Por su culpa, tendré que cubrir un mes de trabajo extra para reponer los frascos y los químicos dañados en el laboratorio. Tal vez fue un error enviarla allí. Tal vez debí dejarla en la sala de etiquetado, como una obrera más, sin importancia. Aunque... si lo pienso bien, ella decidió quedarse ahí. Incluso sabiendo que tenía una reacción alérgica. ¿Por qué lo haría? ¿Masoquismo? ¿Estupidez? No lo sé, ni me importa. Es irrelevante. Sigo perdiendo el tiempo pensando en basura.

Cierro los papeles con un golpe seco y salgo de mi oficina. Me dirijo a Lisandra, mi asistente, sin mirarla siquiera.

—Cancela todo lo de esta tarde. No quiero reuniones. Todo se pospone. ¿Entendido?

—Sí, señor Leonard —responde con voz temblorosa. Buena chica, sabe que no se discute conmigo.

Subo al elevador. Cuando llego al vestíbulo, camino directo hacia mi coche. Sin embargo, en la salida, mis ojos la detectan de inmediato. La chica. Ella. 

Tiene un cuerpo... interesante. Curvas marcadas, reales. No como esas modelos esqueléticas que pululan por aquí como fantasmas con tacones. Y sin la mascarilla, su rostro no es desagradable. Bonito, incluso. Pero no deja de ser una inútil. Inexperta. Molesta. Su presencia me irrita.

La veo caminar con rapidez, seguramente buscando un taxi. Espero a que el portero le abra la puerta, pero me detengo al oír su voz.

—Sí, doctora... ahora mismo iré para allá. Está bien, no se preocupe. Gracias por todo.

Cuelga y cruza la calle con decisión. Va hacia el metro. ¿Una empleada mía tomando el metro? Me encojo de hombros. No es de mi incumbencia.

Subo a mi coche, pero apenas enciendo el motor, suena el teléfono. Mi primo. Perfecto.

—¿Qué quieres? —respondo con fastidio.

—Solo quería saber cómo vas, querido. ¿Ya conseguiste a la mujer?

—No —respondo cortante—. Ni siquiera lo había pensado. Lo había olvidado. Tengo otras prioridades.

—Pues escuché comentarios de mis papis...

—Tus "papis" son unos hipócritas —lo interrumpo con desdén—. Igual que mi madre.

—¡Uy! Me ofendes, Leonard. 

—No serás igual tú que ellos...— Lo atacó.

—Sabes muy bien que no lo soy. Yo no me oculto tras máscaras ni falsas sonrisas. 

— Bien, Soy directo. Frío si es necesario. Y no acepto que nadie tome decisiones por mí.

—Bueno... deberías apurarte o te buscarán esposa ellos mismos. Y me imagino que eso es lo que menos deseas.

—Obviamente no voy a permitir que nadie se meta en mis asuntos. Buscaré a alguien si me da la maldita gana. Pero ahora no. Voy al hospital capitalino.

—¿Al hospital?

—Sí. Necesito ver a una persona.

—Bien, bien. Nos vemos. Adiós.

Cuelgo sin despedirme. No me interesa su opinión. Pongo en marcha el coche y acelero hacia el hospital capitalino...

***

Llego al hospital capitalino. El olor a desinfectante, el ambiente cargado de enfermedad  me resulta insoportable. Detesto estos lugares. Son la antesala del fracaso del cuerpo humano. Y, sin embargo, aquí estoy. No por cariño. No por afecto. Por deber... o tal vez por cerrar cuentas pendientes.

Camino por los pasillos sin prisa, guiado por una enfermera que me reconoce apenas menciono mi nombre. Qué eficiente. Al menos alguien aquí sabe quién soy.

—La señora Carranza está en la habitación 312 —me dice con voz suave, casi como si temiera molestarme. Bien entrenada.

Subo en el ascensor y camino hasta la puerta. La abro sin tocar. Nunca me ha interesado fingir cortesía. 

La habitación es simple. Demasiado blanca. Hay una máquina emitiendo pitidos suaves, constante, como si se aferrara a la vida por ella. Y ahí está ella: la madre de mi exesposa. La única mujer que alguna vez me enfrentó sin temblar... y la única que, en el fondo, mereció algo de respeto.

—Leonard... —murmura, al verme entrar. Su voz es apenas un suspiro, débil, apagada por la enfermedad.

—Señora Carranza —digo con un leve asentimiento, sin acercarme demasiado—. Vine porque me informaron que su estado... empeoró.

—No necesitabas venir. Sigues enviando la pensión puntualmente, como siempre.

—Sí. Lo hago porque así lo acordamos. No por compasión. Usted sabe que no creo en esa basura sentimental.

Ella sonríe, aunque le cuesta. Siempre lo hacía. Sabía perfectamente cómo soy, pero nunca esperó algo diferente de mí. Quizá por eso la toleraba.

—Sigues igual... frío como el mármol. Pero agradezco que no hayas fallado. Mi hija... ya no sé ni dónde está.

—Tampoco me interesa saberlo. Su hija fue un error en mi vida. Un error que no pienso repetir.

La mujer cierra los ojos unos segundos. Está cansada. La enfermedad le roba hasta las palabras. Me acerco un poco, por cortesía mínima.

—La pensión seguirá llegando hasta su último aliento. Puede estar tranquila en eso. No dejaré cabos sueltos.

—Nunca los dejas, ¿verdad?

—No me lo permito.

Silencio.

Por un momento, hay algo parecido a la humanidad flotando en esa habitación. Pero no me pertenece. Es de ella. No mío.

—¿No has pensado en rehacer tu vida, Leonard? —pregunta de pronto, con la poca fuerza que le queda.

—No necesito rehacer nada. No busco amor, ni compañía. Solo necesito un heredero. Una extensión de mi imperio.

—Qué vacío suena eso...

—Vacío, sí. Pero funcional. Como debe ser.

Mira por la ventana, o al menos lo intenta. Sus ojos están apagados, pero su espíritu sigue ahí, aferrado a lo poco que le queda.

—Si algún día decides tener un hijo, espero que no herede tu corazón... o tu ausencia de él.

No respondo. Solo la observo unos segundos más, con ese respeto frío que uno tiene hacia un rival digno que está a punto de caer.

—Descansa, señora Carranza. Nos veremos… o quizá no.

Salía del hospital rumbo a la entrada principal cuando me detuve en seco. A pocos metros, vi a una de mis empleadas, sentada en una de las bancas. Lloraba desconsoladamente, con el rostro enrojecido y un papel arrugado entre sus manos. Se cubría la boca como si intentara contener el llanto, pero era evidente que algo la había destrozado por dentro.

Fruncí el ceño. ¿Por qué lloraba de esa manera? ¿Qué pudo haberle pasado?

Por un instante, me encogí de hombros. No era asunto mío. Estaba a punto de seguir caminando, cuando escuché la voz de un médico que se acercaba a ella con expresión preocupada.

—Es urgente que la lleves a un hospital privado para que empiecen la quimioterapia —le dijo un medico con seriedad—. No puede perder más tiempo.

—¿Pero cómo podría hacerlo si no tengo ni un miserable centavo? —sollozó ella.

El médico intentó calmarla, pero su angustia era más fuerte.

—Doctor, ¿cómo voy a hacerlo? Apenas gano para sobrevivir. Esta situación me está sobrepasando. He pensado incluso en dejar mi trabajo porque no me siento bien ahí, pero... ¿dónde voy a conseguir otro empleo? ¿Cómo voy a pagar todo esto? —se llevó las manos a la cabeza, desesperada—. Doctor, me duele la cabeza… no puedo más…

El médico la observó con pesar. Puso una mano sobre su hombro en un intento de consolarla.

—Quisiera ayudarte, de verdad, pero es complicado. Lo único que puedo hacer es darte una recomendación para que otro médico la valore… aunque, como te dije, eso requiere mucho dinero. Entiendo tu situación y lo lamento.

—Yo haría lo que fuera por el bienestar de mi mamá… lo que fuera —murmuró Analisse entre lágrimas.

Y en ese momento, una idea descabellada y absurda cruzó mi mente.

Sonreí apenas, de lado. ¿Y si…?

¿Y si ella podía ser una buena candidata? Una madre de alquiler. Solo necesita dinero. Yo, en cambio, necesito un hijo. Ella no me interesa como persona, y yo a ella probablemente tampoco. Pero tenemos algo que el otro quiere: ella desesperadamente necesita dinero, y yo… quiero un hijo. Podría ocultarla durante el embarazo, asegurarme de que todo esté bajo control… y cuando nazca el bebé, simplemente me lo entrega y desaparece.

¿Frío? Quizás. ¿Egoísta? Probablemente.

Pero ¿acaso no sería una solución para ambos?

Me giré y comencé a caminar hacia el vestíbulo, con esa idea en la cabeza, tan absurda como tentadora.

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