Capítulo 2

Análisse 

No pensé que la actitud de ese hombre, tan frío y déspota, me haría sentir tan miserable. ¿Cómo es posible que alguien pueda tener tanto poder sobre los demás solo por tener dinero? Pero no tengo opción. No ahora. No con mamá enferma. Necesito aguantar. Tengo que seguir, aunque me cueste el alma. Llevo apenas una semana trabajando ahí, y ya siento que me estoy rompiendo por dentro.

Tomo pastillas todos los días por la alergia. No es el perfume lo que me afecta, sino los químicos de los productos que usan en esa maldita empresa. Mi piel se enrojece, mi respiración se agita… pero ¿qué otra opción tengo? ¿Renunciar y buscar trabajo en algún bar o meterme en cualquier otro lugar que ni siquiera tenga seguridad? No. No mientras mamá me necesite.

Mamá… verla así, tan débil, me parte el corazón. El médico todavía le está haciendo estudios, pero al ser un hospital público, los exámenes tardan semanas, incluso meses. Últimamente se ha quejado de dolores en el pecho, de mareos. Tengo miedo. Mucho miedo. Y si resulta ser algo grave… con nuestra situación económica, ¿qué podría hacer yo? Papá nos dejó cuando ella se enfermó. Dijo que no le servía una esposa enferma. Cobarde. La abandonó justo cuando más lo necesitábamos.

Mamá tiene apenas 45 años, no es una anciana. Pero la vida le ha golpeado tan duro que parece mayor. Y yo… soy su única esperanza.

Me recuesto en la cama con la pastilla antihistamínica ya disolviéndose en mi estómago. La garganta me pica un poco, y los párpados me pesan. Mañana será otro día más en esa estúpida empresa, con ese jefe que se cree rey del mundo. Un idiota arrogante, millonario, al que el dinero le robó la empatía.

***

Desperté temprano. Lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Por suerte, el enrojecimiento de mi rostro había bajado un poco. Me metí en la ducha, aunque aquí, en este departamentito viejo, el agua caliente era un lujo que solo a veces se dignaba a salir. Pero hoy, por milagro, sí funcionó.

Salí envuelta en la toalla y me vestí con mis jeans de mezclilla un poco ajustados —esos que siempre me hacen sentir más segura de mí misma, a pesar de mis curvas—, una camiseta blanca y una chaqueta de mezclilla que me regaló mamá hace unos meses. Soy gordita, lo sé, pero aprendí a amar mi cuerpo así como es. Curvilínea, de caderas anchas y muslos fuertes. No encajo en los estándares de belleza de esa empresa, pero ¿quién dijo que quiero encajar? Solo quiero trabajar, ganar dinero y cuidar de mi mamá.

Me maquillé rápido. Un poco de polvo compacto para disimular los granitos rojos de la alergia, algo de rubor y un labial suave color vino que me encanta. Luego recogí mi cabello oscuro en una cola alta. Mamá dice que así me veo más madura. 

Fui a la cocina y la encontré allí, de pie frente a la estufa.

—Mami, pensé que estabas dormida…

—No te preocupes, cariño. Estoy preparando el desayuno —respondió con esa voz suave que siempre me da calma.

—¿Estás trabajando aquí preparando flores y cocinando? No me gusta que hagas todo eso —le dije acercándome a ella.

—Tú sabes muy bien que es mi deber. No te preocupes, solo estoy haciendo café. Tú necesitas alimentarte antes de salir.

—Deberías descansar. ¿Ya te sientes mejor?

—Sí, cariño, me siento bien. Ya no te preocupes tanto por mí. Solo hay que esperar los resultados… seguramente no es nada.

Yo asentí, aunque por dentro una tormenta de ansiedad me revolvía el estómago. Me da miedo que lo que tiene sea serio. Ella fingía estar bien para no preocuparme, pero yo la conozco. Sé cuándo algo no está bien.

—Mamá, pero... te estas tomando el tratamiento. — asintió soltando un suspiro.

—¿Y en el trabajo, cómo te va?

Tragué saliva. Si ella supiera que mi jefe es una bestia sin alma, incapaz de esbozar una sonrisa. Frío. Altanero. Con razón los empleados susurran que ni el sol lo derrite. Pero no le dije nada.

—Todo bien, mami. No te preocupes.

Terminé el desayuno, me cepillé los dientes, me retoqué el labial y salí de casa. En la calle, el aire estaba húmedo y gris, como si el cielo compartiera mi ánimo. Subí al metro y me acomodé cerca de la ventana. Miré la ciudad pasar con nostalgia, deseando estar en otro lugar, en otro cuerpo, en otra vida.

Un día más. Un día menos. Que esta semana sea mejor… o al menos no peor.

***

Al llegar toque el botón para dejar mi huella, varias chicas estaban entrando por loquera me apresure. Apenas entré al gran salón, el olor penetrante de los perfumes y cremas me golpeó como una bofetada. Ya estaba acostumbrándome, o eso quería creer. Entré a la sala a buscar   algunos productos que utilizaremos, tome algunos frascos,  ya etiquetadas, con el mismo tono de color, caminé con paso firme por el pasillo hacia la sala de preparación. Varias chicas se encaminada hacia el laboratorio, pero no percato cuando voy entrando.

Y paso lo peor.

Tropecé con una esquina de la alfombra que alguien había dejado mal puesta, y todo se me fue al suelo: la bandeja, las botellas de perfume, los frascos con químicos… uno tras otro se estrellaron contra el piso, rompiéndose en mil pedazos. El aire se llenó de una mezcla fuerte, empalagosa, de esencias. Me arrodillé con rapidez para intentar recogerlos, el corazón golpeándome en la garganta, las mejillas ardiendo de vergüenza.

Las risas comenzaron. Primero una, luego varias.

—¡Ay, cuidado que la gorda rueda! —dijo una voz burlona, aguda.

Levanté la vista. Era Dinora. Alta, delgada como un hilo, con el maquillaje impecable y el ego más grande que su cabello liso planchado. Detrás de ella, otras dos chicas se tapaban la boca fingiendo no reírse, pero sus ojos me perforaban como agujas.

—¿Y ahora qué? ¿Te comiste el equilibrio o qué? —añadió otra, soltando una carcajada.

Me mordí los labios con fuerza para no soltar una lágrima. Las palmas me ardían por haber caído sobre algunos vidrios, pero eso no me dolía tanto como el nudo en la garganta.

Entonces la puerta de la sala se abrió con fuerza.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

La voz profunda y cortante hizo que todas se callaran de inmediato. El señor hielo, apareció.

Entró como un torbellino, alto, impecable, con ese maldito porte de superioridad que nunca se le cae. Me miró, luego al suelo, luego a mí otra vez. Sus ojos ámbar se detuvieron en mi rostro, luego bajaron a mi cuerpo con desprecio.

—¿Tienes idea de cuánto cuesta cada uno de esos frascos? —dijo con frialdad—. ¿Tienes idea del precio de esos químicos? Esto no es una tiendita de barrio, señorita. Aquí no se viene a hacer alborotos.

Tragué saliva. Sentí las miradas clavadas en mi espalda.

—Lo siento… fue un accidente, yo…

—¡Pues tu accidente lo pagarás! —me interrumpió, tajante—. Todo. Cada centavo. No me interesa tu excusa.

Luego giró sobre sus talones y salió de la sala sin esperar respuesta, cerrando la puerta con un golpe seco que me hizo estremecer. El olor en el aire ya me estaba mareando. Cerré los ojos por un segundo para calmar el vértigo.

Pero no tuve ni un respiro.

—Ay, pobre… ahora tendrá que trabajar un mes entero solo para pagar eso —murmuró Dinora con tono venenoso, acercándose a mí—. ¿Qué haces aquí, Analisse? Este no es lugar para gorditas sentimentales que no saben ni caminar derecho. ¿No te das cuenta? Aquí se necesita elegancia, presencia, equilibrio… y tú no tienes nada de eso, aparte eres una alérgica.

Sentí que me tragaba la tierra. Me levanté con torpeza, intentando recoger los últimos vidrios con las manos temblorosas.

—Ya déjala, Dinora… —susurró una de las chicas, pero ni siquiera tuvo el valor de alzar la voz.

—No, que aprenda. El mundo no es de cristal —respondió ella, dándome una mirada por encima del hombro como si yo no valiera ni la suciedad en sus tacones.

Apreté los puños. No podía llorar. No ahí. No frente a ellas.

Tragué mis ganas de gritar, de correr, de desaparecer. Solo respiré hondo, recogí los restos, y seguí con mi día.

Porque por más que doliera… tenía que aguantar.

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