La mañana después del beso con Marcello se sintió pesada, saturada de una culpa espesa y la certeza de que todo se había complicado de forma irremediable. Me desperté en mi habitación, con el pelo revuelto y el sabor a café amargo en la boca. El recuerdo del traje desordenado de Marcello, su respiración agitada y la desesperación en su beso me golpearon con la fuerza de un tsunami.
—¿Qué m****a acabo de hacer? —me dije, mirando al techo.
Me había besado con mi jefe, el padre de los niños a los que fingía ser madre, y el primo del hombre con el que me he acostado. El sentimiento de culpa era un nudo frío que se instalaba justo en mi estómago. No era solo que esté coqueteando con ambos primos, sino también la violación de las reglas no escritas (y las escritas por Greco). Había cruzado una línea profesional, y la adrenalina del peligro se mezclaba con el asco hacia mi propia imprudencia.
Bajé a desayunar, intentando parecer lo más normal posible. Opté por un conjunto casual: jeans y una