El resto de la tarde transcurrió con normalidad: la cena con los niños, la verificación de tareas, y el intento desesperado de mi parte por comportarme como una madre responsable y no como una mujer que acababa de salir de la cama del primo de su jefe.
Cerca de las nueve de la noche, después de que los mellizos se acostaron, un mensaje de Marcello me llegó al celular. Era seco y autoritario:
Marcello: A Mi despacho. Ahora.
Mi corazón dio un vuelco. ¿Por qué está molesto ahora? Apreté los labios, me armé de valor y caminé hacia la oficina principal de Marcello.
Abrí la puerta sin tocar. Él estaba de pie detrás de su gigantesco escritorio, la luz de la lámpara de diseño proyectando sombras duras en su rostro. Llevaba una camiseta oscura de cuello V y unos pantalones de chándal de marca, una vestimenta inusual para él que solo confirmaba su estado de ánimo: había terminado el día furioso y necesitaba desahogarse.
—¿Te diviertes, Arabella? —dijo, su voz baja y peligrosa. No era una pregun