La lluvia golpeaba los ventanales de la mansión De la Vega como si quisiera romperlos. Mariana observaba las gotas deslizarse por el cristal mientras sostenía una taza de té que ya se había enfriado entre sus manos. Tres días habían pasado desde su encuentro con Rebeca, y cada intento de hablar con Alejandro había sido inútil. Él llegaba tarde, se encerraba en su despacho o simplemente respondía con monosílabos que construían un muro más alto que cualquier explicación.
—¿Necesitas algo más? —preguntó Carmen, la ama de llaves, interrumpiendo sus pensamientos.
—No, gracias —respondió Mariana con una sonrisa forzada—. ¿Sabes si Alejandro vendrá a cenar?
Carmen negó con la cabeza.
—El señor llamó hace una hora. Dijo que tiene una reunión importante y que no lo esperemos.
Otra noche más. Otra excusa. Mariana asintió y dejó la taza sobre la mesa. El silencio en aquella enorme casa la estaba consumiendo lentamente.
En su oficina, Alejandro revisaba los documentos que su asistente personal, R