El silencio entre nosotros era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Nathaniel permanecía de pie junto a la ventana de su ático, con la mirada perdida en el horizonte de la ciudad. La luz del atardecer dibujaba su silueta contra el cristal, dándole un aspecto casi etéreo. Nunca lo había visto así, tan vulnerable, tan humano.
—Nathaniel —susurré, acercándome con cautela—. Háblame, por favor.
Sus hombros se tensaron visiblemente. Durante un momento pensé que me ignoraría, como tantas otras veces cuando tocábamos temas personales. Pero entonces se giró lentamente hacia mí, y lo que vi en sus ojos me dejó sin aliento. No era el CEO implacable, ni el amante apasionado que me había llevado al límite tantas veces. Era simplemente un hombre herido.
—Sophie —su voz sonaba ronca, como si le costara pronunciar cada palabra—. Hay cosas de mí que no conoces. Cosas que he mantenido enterradas durante tanto tiempo que a veces olvido que están ahí.
Me senté en el borde del sofá, dándole espac