El papel yacía sobre mi escritorio, las esquinas ligeramente dobladas por las innumerables veces que lo había sostenido entre mis dedos durante las últimas semanas. La tinta azul de nuestras firmas contrastaba con el blanco inmaculado, un recordatorio constante de cómo había comenzado todo. Aquel contrato que había unido mi vida a la de Nathaniel Blackwell de manera tan inesperada.
Pasé mis dedos por encima de su firma, trazando cada curva y línea como si pudiera sentirlo a través del papel. Era ridículo cómo un simple documento legal había cambiado el curso de mi existencia. Yo, Sophie Bennett, abogada prometedora, había firmado mi destino con la misma pluma que utilizaba para redactar acuerdos corporativos. La ironía no se me escapaba.
El sol de la tarde se filtraba por las ventanas de mi oficina, proyectando sombras alargadas sobre el contrato. Afuera, la ciudad continuaba su ritmo frenético, ajena a la tormenta que se gestaba en mi interior. Había pasado la noche anterior dando vu