Hay momentos en la vida en que puedes sentir el peligro antes de verlo. Como ese escalofrío que recorre tu espalda segundos antes de que estalle una tormenta. Así me sentía yo aquella mañana mientras observaba a Nathaniel trabajar en su despacho desde el umbral de la puerta.
Llevaba días con esa sensación. Una inquietud persistente que se había instalado en mi pecho y se negaba a marcharse. Algo en el ambiente había cambiado, como si el aire se hubiera vuelto más denso, cargado de una electricidad invisible que presagiaba tormenta.
—¿Vas a quedarte ahí parada todo el día? —preguntó Nathaniel sin levantar la vista de sus documentos.
Sonreí levemente. Ni siquiera me había mirado, pero sabía perfectamente que estaba allí.
—Solo pensaba —respondí, acercándome a su escritorio.
—Pues piensas demasiado fuerte. Puedo oírte desde aquí.
Cuando por fin alzó la mirada, noté algo diferente en sus ojos. Una intensidad nueva, casi feroz, que me hizo estremecer. Últimamente, Nathaniel parecía más...