Ellis llegó al punto indicado treinta minutos después. La camioneta frenó a un costado del camino, lejos de las luces. Se bajó, ajustó la chaqueta y miró al frente: una bodega oxidada, medio derruida, iluminada apenas por una farola parpadeante.
Sacó su teléfono, revisó el mensaje otra vez. Sin respuesta nueva. Suspiró.
—Lo típico… —murmuró, guardándolo.
Massimo se acercó desde la oscuridad.
—Tenemos visual de tres hombres en la entrada. Otros dos en el tejado. No parecen pesados, pero están armados.
Ellis asintió.
—¿Vehículos?
—Una camioneta negra, sin placas. Probablemente tienen salida trasera.
Ella lo pensó unos segundos.
—¿Ves a Micah?
Massimo negó.
—No desde aquí.
Ellis respiró hondo.
—Bien. Me acerco sola, como acordamos. Tú y los demás, atentos. Si no salgo en veinte minutos, entran.
Massimo no estaba convencido, pero no discutió.
—Entiendo.
Ellis comenzó a caminar. Cada paso sonaba seco contra la grava. Los hombres en la entrada la vieron acercarse y bajaron l