La habitación se tensó como si el aire hubiera sido reemplazado por electricidad estática. Alessandro parpadeó. Ian se quedó completamente inmóvil. Luego, explotó. —¿Qué mierda estás diciendo? —avanzó dos pasos más—. ¿Ahora eres la prometida del bastardo que me traicionó? —No soy tuya —le cortó Ellis, firme, seca—. Soy yo quien elige. —¡Eres mi hermana! —Exacto —replicó ella, dando un paso hacia él—. Y tú… tú eres quien vino a matarme. El silencio fue absoluto. Incluso Alessandro parecía contener la respiración. Ian apretó los dientes, cada músculo de su cuerpo tensándose como si se estuviera conteniendo para no hacer algo de lo que no podría volver atrás. —¿Eso crees? —dijo, con la voz baja, ronca—. ¿Que vine a matarte? Ella no respondió. No necesitaba hacerlo. Y él lo entendió. Ese fue el golpe. No verla con Alessandro. No escucharla llamarse su prometida. Sino eso. Saber que ella creía que su propio hermano la perseguía para matarla. —¿Cuándo car
Ian se había ido. Ellis no se movió. No todavía. No hasta que sus piernas, tensas por minutos de resistencia interna, se lo permitieron. Y cuando lo hizo, no fue hacia Alessandro. Fue hacia Maritza. —Necesito ver cómo está —dijo, más para sí que para él. Maritza estaba pálida, con un brillo sudoroso en la frente y los labios resecos. El balazo había sido limpio, pero el ambiente, el estrés, la pérdida de sangre… todo jugaba en su contra. Ellis le tomó el pulso, examinó la herida con movimientos precisos y rápidos. —La bala no tocó órganos vitales —dijo—, pero no aguanta otra crisis. Necesito sueros, antibióticos, morfina en dosis controladas, gasas, alcohol, aguja quirúrgica. Todo lo que se llevaría a un quirófano. Se incorporó y por fin se giró hacia Alessandro, quien aún seguía sentado, clavado en el sillón, como si el alma se le hubiera evaporado junto al nombre de sucesora. —¿Tienes a alguien de confianza? —preguntó, seca. Alessandro parpadeó, como si recién la esc
Ellis apenas había terminado de firmar la última línea del contrato cuando el celular de Alessandro vibró sobre la mesa. Él lo ignoró. No era el momento de distraerse con minucias. No cuando esa mujer frente a él acababa de ponerle un collar de fuego y él, como un idiota, había metido la cabeza con gusto.—Listo —dijo ella, empujando el cuaderno hacia él—. Ahora sí, puedes tenerme en tu casa sin que me convierta en rehén ni en problema legal.—¿Siempre eres así de encantadora al negociar?—Solo cuando estoy demasiado cansada para ser amable.Alessandro firmó. Ni siquiera lo pensó. Estaba exhausto, confundido, medio jodido por dentro… pero también sabía que acababa de hacer un trato con alguien que podía salvarle la vida o arrastrarlo al infierno. En su mundo, eso era casi un elogio.—¿Y ahora qué? —preguntó él, recostándose en la silla.—Ahora voy a asegurarme de que Maritza sobreviva la noche.Y eso hizo. Durante las siguientes horas, Ellis se movió como si no tuviera historia con na
El dolor llegó primero, palpitando detrás de sus ojos como un tambor tribal. Luego, la conciencia. Lenta, densa. Como si el aire estuviera hecho de alquitrán y cada respiro la arrastrara de vuelta a un cuerpo que no quería habitar.La oscuridad no venía de sus párpados cerrados. Era real. Dura. Ciega.Trató de moverse, pero las muñecas respondieron con un tirón seco y punzante. Atadas. Igual que los tobillos.Perfecto.La boca le sabía a metal y algodón viejo. Le habían puesto una mordaza. Clásico. Nada de creatividad, pensó con sarcasmo, mientras trataba de recordar la última cosa que vio. Un pasillo. Un guardaespaldas. ¿Bianchi? ¿No…? No, eso fue antes. El té con Alessandro. El contrato.Entonces…Una voz rasgó la oscuridad como un cuchillo afilado.—Pensé que serías más difícil de atrapar, sobrina.El corazón de Ellis dio un salto. Esa voz. Esa entonación grave, medida. Como si estuviera negociando una compra en lugar de encabezar un secuestro.Richard.Las piezas cayeron de golpe,
El silencio en el despacho de Alessandro era más cortante que un bisturí. No el silencio de la tranquilidad, sino ese que precede al desastre. Las paredes, forradas de madera italiana y con olor a poder viejo, parecían cerrarse sobre él. Había llamado tres veces al número seguro de Ellis. Nada. Silencio absoluto. Ni un mensaje, ni un error de red. Como si hubiera dejado de existir.Encendió un cigarro, aunque odiaba fumar. Era el tipo de noche que pedía humo, alcohol y respuestas que no tenía.La puerta se abrió sin que él diera permiso. Aristide entró con su andar cínico de siempre, pero con los ojos inusualmente opacos.—¿Qué pasa? —preguntó, sin ceremonia.Alessandro no lo miró al principio. Solo exhaló el humo con violencia.—La doctora desapareció.Aristide parpadeó.—¿Cómo que desapareció?—No responde. No está en su departamento. Su escolta no contesta. Su ubicación, bloqueada.—¿Y crees que se fue de vacaciones sin avisar? —ironizó Aristide.—Creo que si no la encontramos en l
El olor a humedad era lo de menos. Después de tres días encerrada en esa celda subterránea, Ellis ya no se inmutaba por los detalles. El verdadero problema era el silencio. No el silencio real —porque a veces escuchaba pasos, murmullos, la tos de algún guardia—, sino el otro, el que venía de afuera. Nadie había intentado contactarla. Nadie había entrado a negociar. Nadie había traído noticias.Eso solo significaba una cosa: querían que se quebrara.Pobres imbéciles.Se acomodó contra la pared, con la espalda erguida y la mirada fija en el punto donde la luz de la bombilla parpadeaba. Era un patrón, y los patrones hablaban. El parpadeo ocurría cada nueve segundos. Había cronometrado todo. Las rondas de los guardias. El sonido de los generadores. Incluso el momento exacto en que uno de ellos —el más joven, probablemente nuevo en el juego— se detenía frente a la puerta como si quisiera decirle algo… pero no se atrevía.Había sangre seca en su mejilla, cortes superficiales en los brazos y
Ellis estaba acostumbrada al silencio. A las horas vacías que se deslizaban lentamente mientras las paredes de su celda la rodeaban. Los días se mezclaban entre ellos, sin cambios, sin novedades. El único sonido que podía escuchar era el de los guardias haciendo su ronda, sus botas resonando en los pasillos fríos. Aunque había aprendido a no esperar nada, siempre había algo que la mantenía alerta.Había algo en el aire esa mañana, algo diferente. No sabía qué, pero lo sentía. Sus ojos se movieron hacia la puerta de su celda, esperando lo inevitable: un nuevo día de control y monotonía.Pero no fue así.Un ruido la sacó de su letargo. Un paso diferente, más rápido. La puerta se abrió con un sonido pesado. Ettore, uno de los guardias que la había atendido los últimos días, estaba allí, pálido, visiblemente nervioso. No era el mismo hombre que entraba todos los días con indiferencia. Hoy había algo en su mirada.—¿Qué pasa? —preguntó Ellis, su voz grave pero controlada.Ettore vaciló, mi
Alessandro no dijo nada de inmediato. No era un hombre dado a los gestos amables, y mucho menos a consolar. Su vida había sido una sucesión de decisiones frías y necesarias, pero había algo en esa mujer entre sus brazos, algo que rompía cada regla no escrita que había seguido hasta ahora.La sostuvo unos segundos más, sabiendo que, aunque no lo pidiera, Ellis necesitaba ese momento. Y también, porque en el fondo, él mismo lo necesitaba.Finalmente, cuando ella se separó apenas lo suficiente para mirarlo, Alessandro deslizó su mano hacia su rostro. El pulgar rozó su mejilla con una suavidad insólita, limpiando una lágrima que Ellis ni siquiera había notado que había caído.—Esto no ha terminado —dijo con una gravedad tranquila—. De hecho… apenas empieza.La crudeza de sus palabras no era para herirla, sino para recordarle quiénes eran. Y lo que venía.Ellis asintió. El temblor de su cuerpo había disminuido, reemplazado ahora por una dureza nueva en su mirada. Alessandro la había sacado