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Fueron las horas más felices de mi vida. Después de aquel segundo desayuno, fuimos a sentarnos a la alfombra de la sala frente al hogar, Malec en mis brazos, Sheila abrazada a Mael como una garrapata, Quillan sentado entre nosotros.

Dejé que Mael respondiera a sus preguntas sobre lo que nos había pasado, porque yo no hubiera sabido qué decirles. Y tras un par de respuestas más bien vagas, él se las compuso para desviar la conversación hacia ellos y su vida en el Valle.

Malec fue el primero en quedarse dormido, acurrucado contra mi pecho, un pulgar en su boca, tranquilo y contento. Sheila lo siguió, sus bracitos todavía aferrados al cuello de Mael como para evitar que volviera a desaparecer. Quillan intentó resistir un poco más, hasta que lo insté a recostarse con su cabecita apoyada en mi pierna. Se durmió a mitad de una oración, mientras nos contaba algo sobre el v

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