Desperté cuando Sheila y Quillan treparon a nuestra cama, intentando escurrirse entre nosotros inadvertidos. Mael sonrió sin abrir los ojos, corriéndose hacia el borde de la cama a riesgo de caer y alzando la manta que nos cubría para que Sheila se deslizara debajo. Yo tuve que correrme hacia el medio de la cama, porque Quillan quería acostarse junto a mí. Me tendí boca arriba para abrazarlo sin soltar a Malec. El pequeñín apoyó la cabeza en mi hombro, pasando su brazo por mi cintura con un suspiro.
—Te quiero, mamá Risa —murmuró con la mente, ya con los ojos cerrados.
—Y yo a ti, mi niño —respondí de la misma forma—. No tienes idea cuánto los echamos de menos.
—Eché menos ma —musitó Malec apretándose contra mí—. Y papá.
—Y nosotros a ti, hijo —susurró