Los niños comenzaron a cantar a nuestras espaldas. Era una de nuestras canciones de marcha, una tonada alegre para que los viajeros se alternaran y se distrajeran. Brenan y yo los acompañamos sin vacilar, y noté que Risa me observaba ladeando un poco la cabeza. Sólo ella podía habérselas enseñado, e imaginé que ahora descubría dónde la había aprendido.
Volvió la vista al frente cantando con nosotros en voz baja, aunque pronto su mirada pareció desenfocarse otra vez, y continuó cabalgando ajena a cuanto la rodeaba.
Ignoraba qué le ocurría en esos momentos, aunque sospechaba que debía ser producto de su sed. Aunque no tuviera punto de comparación, sabía bien que a mí el hambre me impedía concentrarme en nada, especialmente desde que despertara en el pabellón de Vargrheim.
Fuera lo que fuera, opté por no mo