El angosto sendero corría al borde de un profundo despeñadero, apenas visible en las sombras de la noche en el bosque. Por un centenar de metros se convertía en poco más que una cornisa en la escarpada ladera.
Mora, que abría la marcha, aminoró el paso para recorrer con cautela aquel estrecho tramo. Era uno de los motivos que hacían imposible recorrer la huella en dos piernas o a caballo. Especialmente en aquella época del año, con casi un metro de nieve acumulada.
Me detuve con los ojos fijos en mi hermana, dominando mi impaciencia, listo para actuar si resbalaba o la nieve llegaba a ceder bajo sus patas.
Pero no era necesario. A pesar de que se hundía hasta los ijares, Mora cruzó a un ritmo constante y salvó aquel trecho traicionero sin inconvenientes. Se volvió hacia mí moviendo la cola, una mancha clara bajo los árboles.
—Usa mis huellas —dijo desde el otro lado—. La nieve congelada parece lo bastante firme para resistir tu peso.
Hice lo