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Atravesamos el bosque al trote y echamos a correr otra vez tan pronto salimos al prado. Para mi sorpresa, oí que Mael llamaba a la reina.

—¿Qué haces? ¿Por qué la despiertas?

—¿Mael? —respondió ella entonces, bien despierta—. ¿Cómo está Risa?

—Mejor que nunca, Majestad —respondí.

La alegre risa de la reina resonó en nuestras mentes.

—¡Vengan, vengan!

Corrimos hasta la esquina oriental del castillo y giramos para seguir el muro blanquecino bajo la luna. Allí estaban nuestras ropas en un confuso montón en la hierba, pero Mael me instó a seguir más allá de los baños, donde el seto se prolongaba para cercar el jardín de la reina.

Allí se detuvo a husmear el suelo, y poco después me guiaba a arrastrarme bajo el seto a través de un hueco. Una

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