Volteé a enfrentar a Mael, que había cambiado y me observaba expectante, las orejas y la cola erguidas.
—¿Mi señor? —pregunté con la mente, porque era incapaz de articular palabras.
—Tranquila, mi pequeña. Estás bien —dijo volviendo lamerme—. Eres tú. Exactamente la misma que un momento atrás. Sólo que un poco más peluda.
Sentí la risa que me burbujeaba en la garganta, pero lo que salió de mi boca fue un ladrido. Porque mi boca no era mi boca. Bien, no la que tuviera toda mi vida. Forcé mis ojos hasta quedar bizca y vi que mi nariz se había convertido en un hocico alargado, que Mael lamía alegremente.
—¿Acaso…? ¿Qué…?
—Ojalá pudieras verte, amor mío. Jamás creí que podrías ser aún más hermosa.
—¿