La expresión vacilante de Mael reclamó mi atención cuando regresó de puntillas al balcón. Tomó mi mano en completo silencio y la volvió palma arriba para depositar en ella algo muy pequeño y liviano, envuelto en un delicado lienzo blanco.
—¿Qué es esto, mi señor?
—Ábrelo, pero no lo toques aún.
Obedecí con curiosidad y me quedé de una pieza, porque lo que descansaba en la palma de mi mano era mi pendiente de adularia. No uno similar, sino el mismo, el que la reina le diera a Tea cuatro años atrás. Lo reconocía por el diminuto remache en el engarce, donde Mael lo hiciera arreglar después que las muchachas del pueblo me lo arrancaran.
Lo había perdido después que me capturaran, en algún momento del viaje a Blarfors, y no lograba imaginarme cómo era que Mael lo había recuperado.