Logan permanecía de pie en medio de la carretera, el olor metálico de la sangre mezclándose con el del asfalto caliente. Sus ojos, aún brillando con el fulgor del lobo, se clavaron en Mateo, que respiraba agitado, con los nudillos ensangrentados y la camisa hecha jirones por la pelea reciente.
—¿Qué demonios hacías ahí? —escupió Logan con voz grave, la mandíbula tensa, cada palabra cargada de desconfianza—. ¿Y por qué me ayudaste?
Mateo no se movió, pero sus labios se curvaron en una sonrisa contenida. El silencio entre ellos se volvió casi insoportable, roto únicamente por el lejano ulular de un búho y el goteo de gasolina del auto volcado.
—Vi cuando tu auto fue embestido —respondió finalmente, su voz ronca, arrastrando cada sílaba como si saboreara el momento—. Y, aunque no lo creas, aún le debía un favor a Isabella.
El nombre de su hija salió de su boca con demasiada naturalidad, y eso hizo que los músculos de Logan se endurecieran. Sus ojos se entrecerraron, intentando leer más a