Las horas habían transcurrido pesadas, densas como una sombra que se aferraba al aire mismo de la manada. El sol se había ocultado hacía ya tiempo, y las hogueras encendidas en los límites del territorio apenas lograban disipar la tensión que recorría cada rincón.
Habían pasado al menos seis horas desde que Logan había llevado a Mía al hospital de la manada. Allí, los sanadores luchaban por estabilizarla, inyectándole sueros para contrarrestar los restos de cicuta que aún corrían por sus venas.
Logan había permanecido junto a ella el tiempo suficiente para verla respirar con cierta calma, asegurándose de que no corría peligro inmediato. Solo entonces había permitido que su lobo aceptara apartarse, porque había otro asunto que lo estaba consumiendo por dentro: Jack, su hermano.
Con paso firme, el alfa abandonó el hospital y se dirigió hacia la sala de interrogación. A cada paso, su furia se mezclaba con un cansancio brutal, como si cada decisión que había tomado en las últimas horas