—¿A dónde crees que vas, zorra?
El tiempo se detuvo. Mía alzó una ceja, incrédula, porque reconocía perfectamente aquella voz.
Lentamente giró el rostro, y ahí estaba.
Teresa.
Sus ojos brillaban con esa mezcla de locura y odio que Mía conocía demasiado bien. No tuvo tiempo de reaccionar, porque la mujer la tomó bruscamente del brazo, apretando con una fuerza inesperada para su cuerpo menudo.
—Creíste que podías escaparte de mí tan fácilmente —susurró Teresa, con una sonrisa torcida que helaba la sangre.
En ese instante, el perro fiel de Teresa, un hombre enorme de hombros anchos y barba espesa, apareció detrás de Mía. Con un movimiento rápido, le colocó un pañuelo empapado sobre la boca. El olor químico invadió sus fosas nasales, haciéndola toser y arquearse en un desesperado intento por liberarse.
—¡Suéltame! —intentó gritar, pero su voz se apagó contra el paño.
Mía forcejeó, rasguñó, pataleó como pudo, pero el hombre la sujetó del cuello con una brutalidad asfixiante, obligándola a