El aire dentro del cuarto de interrogación estaba pesado, como si las paredes absorbieran cada sonido de la batalla que retumbaba a lo lejos. La única luz venía de un foco en el techo, parpadeante, proyectando sombras irregulares que parecían moverse con vida propia.
Mía estaba junto a la pared del fondo, observando a Luca que, de pie junto a la puerta, no dejaba de tensar y destensar las manos. El rugido lejano de un lobo, profundo y grave, resonó en su pecho.
La cerradura giró.
La puerta se abrió lentamente, chirriando. Y entonces, un hombre enorme llenó el umbral. Sus hombros anchos casi tocaban los marcos; su cabello oscuro caía en mechones sucios sobre una frente marcada por cicatrices antiguas. Sonrió, mostrando dientes afilados que parecían demasiado naturales para ser humanos.
—Vaya, vaya… —su voz era profunda y raspada, cargada de burla—. ¿Quién diría que me encontraría un tesoro aquí?
Luca dio un paso hacia adelante, bloqueando la vista del intruso hacia su hermana.
—Mía… re