El pasillo vibraba con cada paso del enorme renegado. Su respiración era un gruñido constante, caliente y cargado de un hedor salvaje. Mía permanecía inmóvil, el corazón golpeándole las costillas como si quisiera huir antes que ella.
El hombre, o lo que quedaba de él, comenzó a transformarse. Su piel se desgarraba, revelando músculos tensos que se expandían a un ritmo antinatural. Los huesos crujían, reajustándose mientras una espesa capa de pelaje negro como la medianoche brotaba de su cuerpo. La mandíbula se alargó en un hocico repleto de dientes afilados como cuchillas.
Cuando terminó, un lobo monstruoso, de casi dos metros de altura a cuatro patas, llenaba el pasillo. Su presencia era tan aplastante que parecía absorber el aire.
Un rugido estremecedor retumbó, haciendo vibrar el suelo.
Pero antes de que pudiera lanzarse sobre ella, un segundo rugido cortó el aire.
Luca.
Su transformación fue un estallido de luz y hueso, y en segundos, un lobo de pelaje gris oscuro, más pequeño per