Logan no pensó, solo actuó. Sus brazos se cerraron en torno al cuerpo inerte de Mía, sintiendo su calor y el peso extraño de su quietud.
El latido de su corazón era débil pero constante, y eso fue lo único que impidió que su propia rabia lo consumiera en ese instante.
Jacob, aún tambaleante, apoyó una mano en el suelo y se obligó a levantarse. Su respiración era trabajosa, cada movimiento le arrancaba un quejido sordo, pero sus ojos, llenos de preocupación, se posaron en Mía.
—Déjame ayudarte… —logró decir, dando un paso hacia ellos.
Logan giró la cabeza, sus pupilas dilatadas y el brillo salvaje de su lobo al borde de aflorar. El gruñido que brotó de su pecho fue bajo, gutural, y heló el aire entre ellos.
—No —fue la única palabra que pronunció, como una orden incuestionable.
Jacob se detuvo. No era miedo lo que lo paralizaba, sino el reconocimiento de que, en ese instante, Logan estaba peligrosamente cerca de perder el control. No insistió.
Logan pasó junto a él sin una palabra más