El salón seguía vibrando con el caos. Cristales rotos crujían bajo las botas de los invitados que habían huido despavoridos, dejando tras de sí mesas volcadas, copas vacías, el eco de gritos y el olor penetrante de la sangre que lo manchaba todo.
En medio de aquel escenario devastador, los lobos que quedaban peleaban con ferocidad, destrozando sillones, cortinas y paredes en su frenesí.
Jack permanecía de pie junto a una de las columnas principales, el humo de las lámparas rotas formaba remolinos a su alrededor. Sus ojos grises brillaban con una calma inquietante, como si la batalla que lo rodeaba no fuese más que un espectáculo diseñado únicamente para su disfrute.
Uno de sus lobos más cercanos, con el hocico aún goteando sangre y la piel marcada por múltiples cortes, se acercó arrastrando las patas, inclinando la cabeza en señal de respeto.
—Señor… —gruñó con la voz rasposa del que apenas lograba mantener la forma humana—. Ya la luna está en nuestro poder.
Jack entrecerró los ojos.