Jacop se quedó erguido, jadeando, la sangre del enemigo escurriéndole por el cuello y las manos. Alzó la cabeza y lanzó un aullido poderoso, un grito de guerra que atravesó el pasillo vacío, recordando a todos que él seguía en pie, dispuesto a matar a cualquiera que se interpusiera.
No había tiempo para respirar. El olor a hierro y a miedo impregnaba cada rincón, y aunque había derribado a sus oponentes, el instinto le gritaba que Mía seguía en peligro.
Sus pasos lo llevaron con furia hacia el estacionamiento, con el pecho latiendo a un ritmo frenético y los músculos aún tensos por la pelea.
Empujó las puertas dobles con violencia, los cristales vibraron con el impacto y el aire frío de la noche lo golpeó de frente. Miró a un lado, luego al otro.
Los autos permanecían intactos, alineados como sombras metálicas bajo las luces del estacionamiento. Nada. Ni rastro de Mía, ni olor reciente que pudiera guiarlo hacia ella.
Un gruñido de frustración se escapó de su garganta. Corrió entre l