Los rugidos de Logan atravesaron la espesura del bosque como un trueno interminable. Sus garras estaban teñidas de sangre, su pelaje oscuro brillaba entre la luz de la luna y el resplandor de las llamas que aún devoraban los restos de la emboscada. A su lado, Luca, con los colmillos manchados, destrozaba sin piedad a cualquiera que se interpusiera en su camino.
La tierra estaba cubierta de cuerpos, un rastro de lobos enemigos que habían osado a arrebatar lo más sagrado: Isabella, la hija de Logan, la sobrina de Luca. Cada grito ahogado, cada hueso que crujía bajo sus fauces, no era más que una mínima descarga de la furia que ardía en sus pechos.
Pero cuando el último de los enemigos cayó, un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Logan y Luca, aún en forma de lobos, se giraron de un lado a otro, olfateando con desesperación, buscando aquel aroma dulce, único, que pertenecía a Isabella. Nada. Ni un rastro.
Con un gruñido lleno de impotencia, Logan dejó que la transformación cediera.