Alcé la mirada y encontré al astil muy divertido con las maniobras del pequeño, que insistía en tirarme del cabello.
— ¿Qué espera, majestad? — persistió.
— ¿Usted pretende quedarse aquí todo el tiempo?
—Por supuesto —me contestó—. Tengo el deber de cuidar a su majestad y cuando está enferma, es la obligación de los astiles permanecer a su lado para poder informarle luego al pueblo de su estado y en especial si el rey no se encuentra presente.
— ¿No puede dejar pasar por esta vez su obligación?
Él volvió a negar con la cabeza y para que comprendiera mi incomodidad, desnudé uno de mis senos y se lo ofrecí al pequeño, que no dudó en atraparlo con su boca.
Contrario a lo que esperaba, el astil no se retiró, sino que tomó asiento frente a la mesa y le pidió a la guerrera que lo acompañara. Hablaron por un buen rato y hasta se echaron a reír en ocasiones, por lo que la curiosidad me llevaba a mirarlos continuamente. Entonces la guerrera se me acercó para ayudarme a voltear al pequeño, de