El astil del fuego ordenaba a gritos y los asesinos desaparecieron de mi vista, dejando a las doncellas temblorosas y a los guardias rabiosos.
—Me alegro de que sea tan amable y compresiva, mas no hallo sentido a que se lleve a cabo esta ceremonia, ya que la tensión lo impide — me dijo—. Todos sabemos que el tesoro ha llegado intacto al reino y que su tío cumplió cuanto prometió a nuestro amado rey Ódgon.
Él desconocía mis intenciones de entregarle una dote a parte del tesoro real y por eso le extendí las llaves doradas que sostenía debajo de mi cinturón.
—Estas son las llaves de los arcones donde reposa mi dote — le anuncié—. Le pertenecen a usted, majestad, como mi futuro esposo y varón de los Édazon.
El rey no supo que decir, no esperaba semejante descubrimiento y al principio tomó las llaves, pero me las devolvió.
— ¿A caso se refiere a una dote a parte del tesoro ya entregado por el rey de Ahiagón? —me interrogó.
—Sí, majestad —contesté—. El tesoro que mi tío devolvió, pertenecía por derecho al reino de Áthaldar, por lo que, como novia, debo hacer entrega de una dote aparte y digna de tal condición.
Ninguno de los presentes se había imaginado esa artimaña diseñada por mi tío y que tal y como él deseó, fue un éxito a la hora de arrancarles una exclamación a los astiles.
—Es demasiado— declaró—. Me siento profundamente conmovido y a la vez apenado. No era necesario que entregaran una dote aparte, ya que el mayor honor que podían darme era el de acceder a nuestra unión.
—Es lo menos que podíamos hacer luego de tantos años de separación— insistí, sin dejar de contemplarme en esos ojos que me arrebataban en aliento—. Como princesa de Áthaldar, le debo sacrificios y satisfacción a mi pueblo y estoy segura de que esta nueva dote ayudará a reforzar nuestras defensas.
Él tomó mi mano entre las suyas y se la llevó a los labios, mirándome tan fijamente que me creí enrojecer. Sentí su aliento cálido y reparé en cada detalle que componía su figura masculina y fuerte. Era más alto de lo que imaginé, de hombros anchos y cabellera espesa. No aparentaba tanta delicadeza como en el retrato, sin embargo, era gentil, atento y su voz acariciaba como los acordes de un laúd, severos, enérgicos.
Él también me observaba cuidadosamente, sin dejar que nos importunaran los carraspeos que hacían eco en medio del corredor. Temí que los latidos descontrolados de mi corazón se escucharan y entonces lo sentí estremecerse con la misma intensidad con la que yo lo hacía. ¿Era eso posible? ¿Él también se sentía atraído? Entreabrí los labios para respirar mejor y él me imitó, inclinándose, como si quisiera besarme y desentrañar los sabores que le ofrecía.
—Nos encontraremos dentro de unas horas y la haré mi esposa, dándole a este pueblo la reina por la que tanto han clamado — me dijo—. No requiero de más dote que su presencia y le agradezco de antemano por conquistarnos a todos.
Se apartó, reverenciándome profundamente y se despidió con una sonrisa que le iluminó su rostro perfecto. Yo me quedé petrificada, con las llaves en una mano y con la otra aferrándome los bajos del vestido para no caer.
Evoqué el destello de sus ojos curiosos, ávidos como los míos y la seguridad apartó aquellos temores que me hicieron creer que no me correspondía. Dejé escapar un suspiro y relajé los hombros, hasta ese instante entumecidos.
Sí, él era el hombre con el que había soñado desde que admiré sus rasgos por primera vez y algo me aseguraba que yo también le complacía.
Aun me hallaba embelesada cuando la pelirroja me tocó el brazo para hacerme regresar a la realidad. Había estado detenida, en medio de los guardias y ahora no sabía si el rey olvidó llevarse las llaves que protegían mi dote o si me las devolvió para avisarme de que podía conservarlas.
—Es tiempo de prepararla, alteza —me avisó Leanne, muy solícita.
Me dejé guiar de regreso a mis aposentos y apenas aceptaba lo ocurrido cuando se nos sumaron dos señores de vestiduras admirables.
—Bienvenida, alteza— me saludó el mayor, un hombre de traje dorado, con su larga melena rubia y en parte encanecida—. Soy Baldón de Shora, astil del viento en este glorioso reino y siervo de su alteza.
Correspondí al saludo afectuosamente, dirigiendo la mirada hacia su hija menor que lo flanqueó, a pesar de que debía permanecer junto a mí.
—Yo soy Nidálord de Séhil —se apuró a presentarse el segundo, de traje azul como sus ojos y de cabellos castaños—, astil del agua y fiel guardián de su majestad.
Devolví su reverencia con igual encanto y fue cuando la rubiecita se adelantó para entregarme un hermoso manto plateado, con el escudo de los Édazon resaltado por piedras preciosas.
—Lo he rehecho para usted, alteza — me dijo ella, solemnemente—. Perteneció a su madre y lo conservamos para que un día usted lo recuperara.
Extendí las manos que me temblaron visiblemente, mas no me avergoncé, porque ellos también se mostraban emocionados. ¿Cómo no estarlo? Yo recordaba perfectamente ese manto ceremonial y hasta juraba que existía un retrato familiar donde mi madre lo llevaba, amparando a sus hijas bajo él, como unas alas serenas.
Sostener esa reliquia representaba mucho para mí y más por las palabras que la acompañaban, ya que ellos estuvieron siempre en espera de que yo regresara a ocupar el lugar que me pertenecía.
Les agradecí con una sonrisa bañada en lágrimas y ellos la igualaron rápidamente. Ahora comprendía la constante enajenación de esa jovencita a quien debía agradecerle por haberme observado tanto, ya que en sus manos descansaba la responsabilidad de mi ajuar y otras muchas necesidades.
Leanne se apresuró a intervenir, asegurándome de que no contábamos con tanto tiempo para acicalarme, así que comenzamos al instante. Los hombres se retiraron a la antecámara, desde donde se escuchaban sus voces murmurantes y sabias, repasando cada paso a seguir.
Nos retrasamos un poco más porque insistí en tomar un baño, antojo que les disgustó y por eso tuve que resistir a más de una mujer arreglándome a la misma vez el cabello, trenzándolo, cepillándolo, elevándolo con alfileres para dejar perlas colgando graciosamente.
Al pasar fugazmente por delante del espejo, comprendí que mi atuendo aludía a la luna, título que ostentaría desde esa noche y sentí una emoción que no era capaz de reprimir. Sería la reina y señora. Ocuparía el lugar que perteneció a mi madre y tendría la oportunidad de demostrar cuanto me interesaba por el bienestar del reino y sus súbditos.
—Está espléndida —me aseguró Blehien.
Alcé la mano para tocarme el arrevesado peinado, compuesto por demasiadas prendas y casi me pegan con tal de impedírmelo. En verdad se afanaron mucho para dejarme deslumbrante y lo consiguieron. De mi cabellera prendían estrellas compuestas por pequeños diamantes, perlas e hilos trenzados y refulgentes. El traje era plateado, con reborde de piel blanca en los puños, amplios y de corte favorecedor. Me ajustaba el talle un cinturón de piedras, algo pesado y del cual colgaban las insignias de los astiles y los reyes, formadas con abalorios y joyería muy refinada.
Sin pedir la ayuda de mis doncellas, tomé una pulsera que guardaba celosamente y me la coloqué, seguida constantemente por las miradas intrigadas de las mujeres, que no se atrevieron a interrogarme.
Me gustaba ese aspecto que presentaba, magnífico, resplandeciente, pero no tanto como para que desapareciera mi encanto natural, cosa que me ayudaba siempre a alcanzar los corazones de aquellos que recordaban a mi familia con genuino afecto.