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La sala del Consejo se había convertido en un anfiteatro de miradas hostiles. Helena podía sentir el peso de cada par de ojos sobre ella, como si fueran dagas afiladas apuntando directamente a su corazón. El aire estaba cargado de tensión, tan denso que parecía difícil respirar. Los ancianos vampiros, con sus túnicas ceremoniales de terciopelo negro y bordes dorados, permanecían sentados en semicírculo frente a ellos, sus rostros impasibles como máscaras de mármol talladas por el tiempo.

Damián estaba a su lado, erguido, con la mandíbula tensa y los puños cerrados. Helena nunca lo había visto tan imponente, tan alfa, como en ese momento. Su presencia llenaba la estancia con una energía primitiva y poderosa que hacía vibrar las paredes.

—El Consejo exige una respuesta clara, Damián de Montellano —pronunció Valeria, la más antigua de los presentes, con una voz que parecía arrastrar siglos de existencia—. La ley es inequívoca. Debes reclamar a Helena como tu compañera eterna o condenarla
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