El amanecer llegó teñido de rojo. La grieta entre los mundos seguía latiendo en el corazón del bosque, como una herida abierta que no sanaba. Los árboles cercanos habían muerto durante la noche, drenados de vida por la energía que escapaba del otro lado. Y sin embargo, el silencio que reinaba no era el de la muerte, sino el de la espera.
Ardan, de pie en el borde del umbral, mantenía los brazos extendidos. Los círculos de protección apenas contenían la presión mágica. Cada hora, el velo se volvía más delgado. Cada minuto, el riesgo aumentaba.
—Nos queda poco tiempo —dijo Maelys—. Si no regresan todos antes del siguiente anochecer, esto se abrirá por completo.
—Y si se abre —murmuró Ithren—, será el fin de lo que conocemos.
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En la selva, Lía emergió del templo tambaleante. Sus ojos brillaban como gemas cargadas de energía ancestral. El líquido dorado que había bebido no solo la había transformado: había abierto su mente a