El aire en la aldea estaba cargado de una electricidad nueva. No era temor, ni siquiera respeto… era algo más visceral. Instinto. Todo ser vivo en el campamento, desde los más jóvenes hasta los ancianos, sentía que ese niño no era ordinario.
Y aún así, nadie se atrevía a ponerlo en palabras.
Kael y Lía lo miraban a la distancia, sin hablar entre ellos, pero compartiendo un mismo pensamiento: “¿Por qué me duele el pecho cuando lo miro?”.
El niño había sido instalado en la tienda de Ardan, quien no dejaba de vigilarlo. Le ofrecieron comida, agua, descanso. El pequeño no pidió nada. Solo se sentó con las piernas cruzadas sobre una piel de oso, cerró los ojos… y se mantuvo así durante horas, inmóvil como una estatua viviente.
Maelys fue la primera en atreverse a tocarlo. Lo observó de cerca, con la videncia temblando en sus pupilas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó suavemente.
El niño abrió un ojo. El dorado.
—Aún no tengo u