La noche había caído como una cortina de terciopelo pesado, pero el cielo no estaba del todo oscuro. Una aurora plateada teñía la bóveda celeste, danzando en espirales lentas como si el cielo respirara. Selene avanzaba por un sendero de cristales partidos, bordeado de árboles sin hojas, cuyos troncos reflejaban la luz como espejos rotos. Detrás de ella, la valquiria y el nagual caminaban en silencio. El bosque donde se adentraban no existía en los mapas ni en los recuerdos.
—Estamos cruzando el Umbral de Arghal —susurró la valquiria—. Tierra de lo que no fue y pudo haber sido.
Selene no respondió. Sus pensamientos eran un remolino. Desde el encuentro con la banshee, algo dentro de ella había cambiado. El segundo corazón, el frío interior, las visiones. Y la flor negra, que guardaba envuelta entre telas cerca de su pecho, aún latía suavemente.
Entonces, el viento cambió.
Y con él, llegó el aroma.
No era floral ni pútrido. Era la mezcla imposible de nostalgia y peligro. Como si uno reco