La niebla había regresado, pero esta vez no venía sola. Selene despertó en un lugar distinto, con la certeza de no haber caminado hasta allí. La tierra bajo sus pies era ceniza húmeda, y el aire olía a maíz quemado y tierra mojada por tormentas viejas. La luna no se veía, como si alguien la hubiera apagado del cielo. Y delante de ella, la vio: una casa sin puertas, con ventanas que respiraban y paredes que crujían como huesos al romperse.
—¿Dónde estamos? —preguntó la valquiria, mirando en todas direcciones.
Luarien, aún afectado por la visión del capítulo anterior, se limitó a cerrar los ojos.
Fue el nagual quien habló.
—Estamos en la frontera de los Umbrales de Tezcalli. Este es mi mundo. Y esa —señaló la casa— es la prueba que Selene debe cruzar si quiere despertar lo que duerme en su sangre.
—¿Qué duerme en mí? —preguntó Selene con voz quebrada.
—El cruce —susurró el nagual—. El fuego y el agua. El reflejo y la sombra. El umbral entre lo humano y lo que ya no lo es.
La casa tembló