La mañana en la manada de Piedra llegó con un extraño silencio. No era el mutismo natural de los bosques aún dormidos, sino uno más espeso, como si el mundo contuviera el aliento. Las aves, por lo general cantarinas al amanecer, parecían haber decidido callar. El viento que mecía las copas de los árboles lo hacía con una suavidad inquietante.
Kael y Lía despertaron enredados entre las pieles aún tibias. Las brasas del fuego chispeaban suavemente, y por una rendija en la cabaña, la luz del amanecer se colaba en haces dorados.
—Anoche… —susurró ella, trazando con el dedo los contornos de su pecho.
—Fue más que una unión —respondió Kael—. Fue la verdad que hemos estado buscando desde el primer cruce de miradas.
Lía cerró los ojos un momento. En su espalda, la marca latía con un pulso tibio, casi vivo. Desde la ceremonia, su conexión con la energía ancestral parecía más nítida, más profunda… como si pudiera oír ecos de una lengua antigua cada vez que respiraba. Aquella pulsación no era si