La luz del atardecer entraba por la ventana como un suspiro dorado, acariciando la tela del ceñido vestido rojo.Nunca había llevado algo así. El escote en forma de corazón realzaba mis clavículas y el largo de mi cuello, y las finas tiras descansaban sobre mis hombros con una delicadeza que me hacía sentir frágil… pero poderosa. La tela, suave y ligera como el viento, caía desde mi cintura en ondas brillantes, rozando el suelo con una elegancia que no parecía mía.
Me observé con detenimiento.
Mi piel tenía un brillo cálido, casi como si ardiera por dentro. Había recogido mi cabello en un moño bajo, pero algunos mechones rebeldes caían alrededor de mi rostro, enmarcando mis facciones. Mis ojos, oscuros y grandes, parecían más profundos que nunca. Las pestañas temblaban, largas y espesas, mientras mis labios pintados de rojo reflejaban una seguridad que apenas empezaba a comprender.
No me reconocía.
Y al mismo tiempo… por fin me encontraba.
Me sentí hermosa. No por el vestido. No por e