Las luces parpadeaban inquietas, como si algo invisible las estrangulara y las soltara en un juego cruel. Un escalofrío reptó por mi espalda cuando los libros comenzaron a temblar en los estantes, emitiendo crujidos secos, como huesos que se resquebrajan. Las velas, alineadas a cada lado del cáliz, se encendieron de golpe con un chasquido, derramando un resplandor dorado que dibujó sombras retorcidas sobre las paredes. Un olor acre, a cera derretida y papel quemado, se mezcló con un aroma metálico que me recordó a la sangre.
—¿Qué… qué es esto? —retrocedí, sintiendo que el aire se espesaba y me raspaba la garganta. Mis dedos tantearon la puerta a mis espaldas, pero el picaporte no cedió. El click que había escuchado antes resonó en mi memoria, clavándose como una confirmación de que estaba atrapada.
Antuan estaba de pie detrás del escritorio, ajeno a mi desesperación. Sus manos permanecían alzadas, los dedos ligeramente curvados como si sostuvieran algo invisible; los ojos cerrados,