— Hola.
— Muchas gracias por venir.
— Adelante.
Se me estaban agotando las frases de bienvenida. Intentaba mantener la sonrisa, pero era evidente que los invitados habían dejado de llegar hacía rato. Ya pasaban más de treinta minutos de la hora señalada en las invitaciones. Mi pulso se aceleraba con cada segundo que pasaba.
Observé la sala con disimulo, fingiendo tranquilidad, hasta que localicé a Alan entre un pequeño grupo que reía animadamente cerca de la barra. Caminé hacia él con paso firme, decidida a aclarar lo que me carcomía por dentro.
— Alan, ¿puedo hablar contigo un segundo? —interrumpí su conversación con una sonrisa forzada, tomándolo del brazo con suavidad. Él me miró sorprendido, pero asintió. Lo guié a un rincón más apartado, lejos del bullicio.
— No está aquí —solté en voz baja, casi en un susurro tembloroso.
— ¿Qué dices? —frunció el ceño, como si no entendiera mis palabras.
— Eva —murmuré entre dientes, con los ojos clavados en los suyos—. ¿Estás seguro de que le