La puerta de la caseta chirrió cuando la empujé para salir. El aire del atardecer estaba cargado de humedad, y el leve aroma a tierra mojada se mezcló con el penetrante olor a madera recién cortada. Kael estaba apoyado en el marco, esperándome con los brazos cruzados. Su silueta recortada contra la luz tenue proyectaba una sombra alargada que parecía envolverme.
—Cada vez pasas más tiempo allá adentro —dijo, con la voz grave y un matiz de reproche.
—¿Qué quieres? —contesté sin mirarlo, esquivando su presencia para seguir mi camino.
—Quiero que hablemos…
—No tengo nada que hablar contigo. Te lo he dicho ya. Déjame en paz.
—¿Qué tengo que hacer para que me perdones?
—Dejarme en paz es un buen comienzo.
Su olor me golpeó de lleno, ese aroma inconfundible a madera, cuero y algo salvaje que me revolvía las entrañas. Mi cuerpo entero se tensó al tenerlo tan cerca. Y, aunque mi interior gritaba por arrojarme a sus brazos, por sentir cómo me levantaba y me llevaba a la cama, desnudándome con