Desperté en una habitación clara, iluminada por una luz suave que se filtraba a través de unas cortinas blancas, vaporosas, que se mecían ligeramente con la brisa. El aire olía a incienso, a lavanda y sándalo, como si alguien hubiera querido crear un ambiente de calma artificial. Me incorporé con dificultad, sintiendo un peso extraño en el cuerpo. Las sábanas olían a limpio, a recién lavado, y estaban impecablemente extendidas sobre la cama. No había mucho más en la habitación: solo una mesilla de noche con una lámpara de pantalla opaca y la cama donde estaba recostada. Las paredes eran lisas, blancas, y todo resultaba impersonal, como si yo no perteneciera allí.
Mi cabeza zumbaba con un eco sordo, como si un enjambre de abejas se hubiera instalado en mi cráneo. Los recuerdos de la noche anterior eran un caos de imágenes desordenadas, fragmentos que se me escapaban entre los dedos de la mente. Intenté moverme, pero al intentar incorporarme, el mundo giró bruscamente y me desplomé al