Cuando desperté, lo primero que sentí fue una punzada aguda entre los ojos, tan intensa que me obligó a cerrarlos con fuerza. El mundo giraba en espiral dentro de mi cabeza. Poco a poco, los volví a abrir, parpadeando con dificultad.
Estaba tendida sobre el suelo húmedo. El césped, empapado y frío, se pegaba a mi piel como si intentara absorber el poco calor que me quedaba. Mi cuerpo temblaba; me sentía débil, aturdida… como si todo lo que me componía se hubiera desplomado junto a mí.
A mi alrededor, el caos hablaba por sí solo: trozos de manteles manchados y rasgados flotaban al viento, flores pisoteadas yacían esparcidas como cadáveres de colores, platos quebrados con restos de comida y sillas volcadas formaban un paisaje desolador.
Intenté incorporarme, pero un dolor punzante y feroz atravesó mi pierna derecha como un relámpago. Grité. Mis brazos temblorosos no pudieron sostenerme y volví a caer de bruces contra el suelo, jadeando.
—Tu pierna está rota. No te esfuerces —dijo una v