Cuando escuchó esas palabras, los ojos de Doña Teresa se dilataron. Se quedó inmóvil, como si el mundo se hubiera detenido por un instante.
Intentó recordar la escena del accidente, con el ceño fruncido y el orgullo intacto:
—Eso es imposible. Ella y Linda cayeron juntas en la mina de plata. Si Linda ya fue dada de alta, ¿qué tan grave pudo haber estado? ¡No me engañan! Lo único que quiere es llamar mi atención y competir con Linda, como siempre.
—¡Les advierto que dejen de actuar ese drama de hermanas traicionadas! ¡No volveré a caer en los trucos de esa hija desagradecida que decidió abandonar a su familia!
Emilia, la sanadora en prácticas, suspiró profundamente. Su voz sonaba agotada y desesperada:
—Doña Teresa… no le estoy mintiendo. Si no me cree… vaya usted misma a la morgue. Vea con sus propios ojos.
Por primera vez, la seguridad de Doña Teresa titubeó. Caminaba de un lado al otro por la habitación, mascullando entre dientes:
—Están locas… ¿cómo se atreven a decir algo así? ¡No