Capítulo 03
Pasaron varios días.

Con todos enfocados en su recuperación, Linda salió del centro de curación sin una sola cicatriz, sonriente y radiante.

Nadie, ni siquiera de reojo, se dignó a mirar el cuarto contiguo, donde yo, Ariana Castañeda, seguía postrada, con el veneno de plata aún ardiendo en mis venas.

Esa mañana, Doña Teresa había empacado con esmero las pertenencias de Linda, mientras Don Rafael estacionaba el SUV frente a la entrada, temiendo que su hija menor resfriara con el aire frío del exterior. Incluso Nathan, siempre tan serio y distante, se arrodilló para ponerle los zapatos, como si fuera demasiado delicada para hacerlo sola.

Durante el trayecto de regreso, mi madre no podía contener su enojo:

—¡Esa Ariana es una ingrata! ¡Linda casi muere y no se ha aparecido ni una vez! Encima bloquea el enlace mental de la familia… ¡¿Qué clase de hermana hace eso?! ¡Cuando regresemos, la voy a dejar sin piel!

Mi padre le lanzó una mirada helada.

—Siempre lo dije. Esa cría es una maldición. Esta vez le toca recibir su lección.

Al escuchar esa palabra —«lección»—, mi cuerpo tembló en la cama.

Los recuerdos me golpearon como una ola furiosa.

Desde siempre, mi madre había preferido a Linda. Para ella, todo. Para mí, nada.

Todo comenzó aquella noche de invierno, cuando por accidente volqué un candelabro y asusté a mamá, provocándole un parto prematuro. Linda nació esa noche helada, casi sin vida. Pasó tres días entre sombras, y, al despertar, los sanadores anunciaron que quizás nunca desarrollaría su loba.

Todos dijeron que era culpa mía.

Mi padre, furioso, me arrastró del marco de la puerta y me golpeó con una garra abierta. El zumbido en mis oídos duró horas. La sangre me corrió por dentro como si mis tímpanos hubiesen estallado.

—¡Maldita! ¡Casi matas a tu hermana!

Mientras tanto, mi madre… me miraba como si yo nunca debiera haber nacido; como si fuera un error.

Años después, cuando entré a la academia de lobos, peleamos por un abrigo hecho de piel de tejón de las nieves. Fue un regalo de papá por el viaje. Linda tenía su armario repleto de abrigos exquisitos, pero aun así quiso el mío.

Durante la discusión, cayó al suelo y gritó como si la hubiesen atacado. Lloró tan fuerte que hasta el techo vibró. Cuando mamá apareció, no quiso escuchar nada. Solo protegió a Linda y gritó:

—¡¿Cuántas veces más vas a hacerle daño?! ¡¿No te bastó con lo de su nacimiento?!

Yo, con la voz quebrada, traté de explicarme:

—No fue mi intención…

Pero Linda me sujetó la manga suavemente, con los ojos llenos de lágrimas.

—No la culpes, mamá… fui yo quien le quitó el abrigo… yo provoqué todo…

Esa actuación bastó.

Papá me levantó con una sola mano y me lanzó contra el suelo, exclamando:

—¡No mereces vivir en esta familia llena de amor!

Lloré, supliqué. Pero, mientras más lo hacía, más convencidos estaban de que mentía, por lo que sus golpes no cesaron, mientras mi madre y Nathan me miraban desde lejos, fríos como el hielo; como si yo no llevara su sangre; como si fuera una bestia extraña.

No sé cuánto duró la paliza. Solo recuerdo despertar adolorida, sin poder moverme.

Desde entonces, bastaba que Linda llorara para que todos me señalaran. «Fue Ariana», decía ella, y eso era suficiente.

Nunca más me defendí. Aprendí a no pedir afecto; a no acercarme a mi madre.

Y ahora, años después, todo seguía igual. Linda seguía envuelta en amor y cuidado. Mientras yo quedaba relegada a un rincón… sola, invisible.
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